Supongo que todo mortal que pasa por una mudanza, se enfrenta ineludiblemente, sin posibilidad de deserción alguna, a hacer un revisionismo de su vida. En mi caso, al ser la primera, la revisión tuvo que remontarse al año cero de mi existencia. Extendí la estadía en la casa materna/paterna lo más que pude, pero mi vida ya no entraba en una habitación. Tanto la extendí, que además del gaste de los amigos y mis hermanos más chicos, tuve que hacer un repaso que incluyó desde mi primer escarpín, hasta los botines con el barro húmedo en la suela sin sacudir. No fue sólo poner y sacar cosas en una caja. Al menos, no para los nostálgicos, o mejor dicho «los guardatodo», como yo. Lo difícil no termina siendo el trabajo de memoria recordando el por qué de cada cosa en cada lugar -la cual es una tarea divertida, sobretodo cuando aparecen cosas olvidadas que prometiste no olvidar-, sino que lo complicado viene ante la toma de la decisión: ¿qué dejar?.
Así, fui dejando muchas cosas de mi pasado y cargué otras para que me acompañen en el futuro. Desfondé cajas, sólo con libros que aún tenían el envoltorio. Recordé más de lo que quería recordar. Por fin me saqué de encima esa ropa que tenía porque «en algún momento la puedo llegar a usar», y hasta escondí algunas cosas para llevar que siempre quise tener, pero que nunca fueron mías. El plan por el momento va viento en popa, no hubo reclamos.
Más allá de los chicles que compré ayer y que todavía no encuentro, las cosas más actuales suelen estar al alcance de la mano, arriba del mueble, de la silla, o amontonadas en la esquina de la cama. En cambio, para reencontrarse con el pasado, hay que buscar un poco más. En lo más alto del placard, me encontré con tres cajas grandes, con gran parte de mi adolescencia y mi niñez ahí adentro; se ve que ya había empezado a archivar, en algún momento del tiempo. De chico me las arreglaba con una pelota de fútbol, por lo que nunca tuve muchísimos juguetes; prácticamente una cantidad irrisoria si la comparo con la de mis sobrinos en la actualidad. Lo que si, encontré muchísimos cuadernos, llenos de dibujos y algunas cosas escritas.
En uno de esos cuadernos, Avón, con un kayak en la tapa, estaba la primer canción que escribí cuando aprendí a tocar la guitarra: Super Salvador. Tenía 16 años cuando la compuse, y ahí estaba, escrita en lápiz, con la hoja cuadriculada amarillenta, pero legible. La canción cuenta la historia de un antihéroe, gordito, sin super poderes, cansado del sistema, que a pesar de todo la peleaba día a día, hasta la muerte. Casi 15 años después, aún estoy orgulloso de Super Salvador, por lo que separé esa hoja con los borroneos, la letra algo temblorosa y el dibujo que lo personificaba. Entonces empecé a preguntarme qué cosas me llevaron a escribir esa canción, a darle forma, cuáles habían sido mis influencias, mis bases, la precuela a esa escritura; Super Salvador era una manera de encarar la vida, por lo que seguramente era el producto de años de querer aprender a escribir, de vivencias, de victorias y caídas, ¡tenía que haber miles de hojas y papelitos!. De manera entusiasta empecé a revolver más la caja, buscando los vestigios de ese aprendizaje, pero no encontré absolutamente nada.
En realidad, si encontré escritos, pero ninguno valía la pena.
Algunas cartas de amor que, por suerte, nunca entregué. Hojas del colegio, con… dictados. El peor error de la educación y las maestras de lengua. El dictado nos enseña a repetir, a hacer sólo lo que nos dicen, cuando nos lo dicen, y de la manera adecuada, sin preguntar y sin hablar, salvo para pedir tiempo porque no fuimos tan rápido como los demás; no fomenta la imaginación, y mucho menos la creatividad. Me parece que es mucho más productivo hacernos leer para contagiarnos a escribir, y de paso mejorar el vocabulario y la ortografía.
Pero lo más vergonzoso, fue encontrar decenas de hojas en donde sólo estaba escrito mi nombre, o mi firma, o la de alguno de mis amigos. Vergonzoso, del calibre «Juancito `98», «ººel Nicoºº», «..Sofa2002..», «Willy el más mejor», subrayados, resaltados, y otros rayoneos que decían ser firmas. Una al lado de la otra, cientos de veces, desaprovechando vaya a saber cuántos árboles que hoy nos protegerían de tantas inundaciones.
De los dibujos, en cambio, si me sentía orgulloso. En todos ellos se respiraba libertad. Desde la huella en labial de mi pie recién nacido, hasta los montones que pinté con la bendita técnica de salpicar témpera con el cepillo de dientes. Me copé mal con esa.
El tiempo se encargó de demostrar que yo no era ningún prodigio, pero entré a primer grado sabiendo leer y escribir; mi mamá no veía de lejos, y yo aprendí los números para avisar cuando venía el colectivo, así lo parábamos a tiempo. Entonces, ¡¿Cómo puede ser que haya desperdiciado tantas hojas y la mitad de mi vida, escribiendo sólo nombres?!.
Hoy, no lo puedo entender. Probablemente, en ese momento haya tenido algún sentido, habrá estado de moda, o qué se yo; pero en este momento no me saco de la cabeza que podría haber reflejado la parte más linda de la vida, y no lo hice. Si me pongo compasivo, imagino que fue la manera que esos adolescentes encontramos para decir «¡Acá estoy! ¡Mírenme!», pero ni así. Además, ¿cómo puede ser que no haya existido un nudo, un proceso de creación en el medio, desde que aprendí a escribir «Mamá» a los 4 años, hasta «Super Salvador»?. Después llegaron otras canciones, algunos cuentos, frases, y hasta algunas cartas de amor que sí valieron la pena; pero ¿antes?.
Dicen que el ser humano, es el único animal que sabe que se va a morir en algún momento. Tal vez por eso es que de una u otra manera, buscamos dejar una huella, o tenemos otra conciencia de nuestros actos. Hoy escribo para darle pelea a la muerte, al olvido y a la suerte. Tengo la necesidad de hacerlo, para no tener tanto miedo, para que al menos mis textos tengan el valor que yo no tengo. Para acomodar ideas, pensamientos, para trasladarme a otro lugar, bilocarme, estando sentado, escribiendo. Es la manera que encontré para militar por las causas en las que creo; es el primer paso que doy para luego ponerle el cuerpo a las luchas. Me refugié en la escritura para no quedarme callado, aún en el más incorruptible silencio. Escribo, para no sentirme tan solo. Me amigué con las palabras, para nunca dejar de creer en ellas. Aprendí que se puede iniciar la revolución desde una hoja en blanco y un lápiz, para comprometerme con lo que pasa alrededor mío. O al menos, son las razones por las que me auto convenzo… ¿En serio no hice otra cosa más que escribir mi nombre hasta los 16 años?, ¿no tenía otra cosa que decir, otras inquietudes, algo que gritar?. Menemismo, la enfermera que se llevó al Diego, el helicóptero de De la Rúa, el Chino en los saqueos, los descensos de Belgrano, ¿acaso nada me pareció injusto ni me conmovió para hacerlo papel?.
Por suerte, en casa me taladraron con el lema:»El que busca siempre encuentra», y seguí revolviendo la caja. Así apareció una bolsa llena de rastis con soldaditos mezclados, que me devolvió todas las convicciones, y me amigó con esa etapa de mi vida con la que ya llevaba peleado 45 minutos. Mientras recordaba las horas que pasé construyendo castillos y casas, apareció la guía de instrucciones de los rastis, intervenida con una fibra con mi letra, y que se corresponde con esta época que creía oscura en cuanto a la libertad y la revolución; se ve que siempre quise levantar la voz, pelear por causas nobles, aún cuando pequeño. Esa intervención, ese escrito, que data de mi niñez pre firmas, tiene la misma fuerza que me acompaña hoy para pelearle a la injusticia. Ya todo tiene sentido, Super Salvador no apareció de la nada, fue producto de años de lucha, y por lo visto, hasta algunas fueron victorias. Una hoja en blanco y un lápiz, son armas para lograr lo que queremos. El papel en la bolsa, decía: «Papi, no la tires por favor».